El pasado vuelve en cómic

Mалина

Un día me presentaron a una señora en una fiesta de cumpleaños. Empezamos a conversar. Me resultaba agradable y simpática. Muy rápido llegó la pregunta obligatoria al notar mi acento:

– ¿De dónde eres? ¿española, verdad?
– ¡Que rápido lo descubriste¡
Mi padre era español. Era aviador de la Republica Española, vino con los refugiados de la guerra civil y se quedó a vivir aquí.
Vaya, como dice el refrán, “Dios los cría y ellos se juntan…” Mis padres también tuvieron que exiliarse.

Comenzamos a contarnos nuestras historias familiares. Cada vida tiene unas características especiales, según el país de exilio, según la profesión… También tiene mucho que ver la facilidad de adaptación.

Sin embargo, ella me contó algo especial para mí porque era una historia que yo desconocía. Estas revelaciones sobre las consecuencias de la Guerra Civil Española no tienen fin. Como en aquellos días acababan de sacar los restos de Franco del Valle de los Caídos, nos desviamos a ese tema. Comentando una cosa y otra ella, me relató la historia de una prima que, por cierto, se casó con un “niño de Rusia”.

La historia es la siguiente: “Toda mi familia paterna es de Asturias, mi prima vivía en Sama cuando la guerra, era una niña. En el pueblo pasó lo que en tantos otros: agarraron a un grupo de hombres, los llevaron a la tapia del cementerio y los fusilaron. Entre ellos estaba el padre de la muchacha. Por cierto, los niños lo presenciaron porque habían seguido corriendo al camión, y se escondieron detrás de un montículo a ver qué pasaba. Vieron los fusilamientos; y vieron cómo obligaron a otro grupo de hombres -que no ejecutaron- a cavar una fosa a la que arrojaron los cuerpos de los muertos.

Pasaron los años y a Franco, entretenido en construir su mausoleo con los prisioneros republicanos y con el pensamiento macabro de este dictador, se le ocurrió que sería una buena idea: llevar los cadáveres anónimos dispersos en fosas comunes a su lado, para que lo acompañaran en su viaje final. Y así dio la orden de exhumar los cuerpos de algunas fosas y trasladar los restos en camiones al Valle de los Caídos. Hubo pueblos donde pusieron cada cuerpo en un saco, en otros los colocaron en cajas, unos identificados y otros no.

Cuando llegó la encomienda al pueblo de Sama, se volvió a reclutar a unos cuantos hombres del pueblo, localizaron una excavadora y comenzaron a remover la tierra para sacar los cuerpos. El trabajo era laborioso y largo. Los que hacían cumplir la orden, sin ganas de presenciar el espectáculo, dejaron solos a los elegidos para el trabajo.

La prima de la señora que mencioné, ya era una adolescente de unos 17 o 18 años. Oyó ruido de maquinaria cerca del cementerio y se acercó a ver qué pasaba. Al llegar a la zanja, uno de los hombres que estaba trabajando allí le dijo: ahí esta tu padre, ¿lo quieres llevar? Nadie se va a dar cuenta. Ella asintió. El hombre le pasó un saco, ella lo echó a la espalda y se lo llevó a su casa. La familia, a escondidas, lo enterró de noche en un lugar que nadie más supo.

Al oír esta historia, quedé impactada imaginándome a la hija llevando el cuerpo de su padre. Me produjo espanto. Solo pensé: esto no se va a acabar nunca, cada vez se saben más y más historias dramáticas.

La señora y yo quedamos como amigas íntimas, de corazón, hasta el día de hoy. Pero las historias siempre tienen una coletilla.

No soy lectora de comics y siempre los he considerado un arte menor (pura ignorancia) hasta que visité una tienda, exclusivamente de ese género, en Barcelona. Ahí comprendí que me había perdido algo importante. Me puse a ojear y descubrí un libro que llamó mi atención: “Espacios en Blanco” de Miguel Francisco. El libro no se podía ojear, pero en la parte de atrás decía: “Historia autobiográfica sobre silencios transmitidos de generación en generación…” Me interesó y lo compré. Cuando llegué a casa me puse a leerlo y a contemplar los dibujos con fruición. Hasta que llegué a unas páginas que me dejaron con la boca abierta y el corazón encogido.