Ucrania
Casa de Járkov
Casa de Járkov
En algunos documentos, la Casa de Jérkov aparece dediccada a la recuperaciónde niños enfermos o débiles, pero en los periódicos de la época se consigna la llegada a Járkov de «200 niños procedentes de la heroica España republicana».
- Localización: finca en Pomierki, a las afueras de Járkov.
- Alrededor de 200 niños (en marzo de 1939 llegaron a ser 131 personas, con 38 maestros)
- Directora: Polina Zakharovna Lisakova, directora del orfanato de 1939 a 1941
- Educadores:
- Serguiey Andreyevich, profesor de ruso
- José Herraiz, tutor del grupo
- Vladlena Grigoryevna Blokhina, profesora de Historia de la Unión Soviética
- Manolita Cecilia Morales (1917) maestra
- Araceli Lopez Gutierrez (1916) empleada
- Benigna Prieto Gonzalez (1919) empleada
- Paquita Urteaga Barandiaran (1914) empleada
- Ignacia Urteaga Barandiaran (1916) empleada
Los niños, en Járkov, contemplando un tren eléctrico.
Los niños, en Járkov, en un momento de disfrute en bici.
La Casa de Járkov
Testimonios de Nieves Cuesta, extraídos de su libro «Simplemente mi vida». El libro fue publicado en 2009 por la editorial Azucel (Avilés), y tanto su contenido como otras circunstancias asociadas a la vida de Nieves Cuesta figuran en el blog «Simplemente la vida de Nieves«, editado por sus hijos.
La Casa
Al grupo de niños y niñas que nos encontrábamos allí nos mandaron como alumnos a la colonia infantil más cercana, a las afueras de Jarcov, que se llamaba “Pomierki”.
La finca donde estaba ubicado el colegio era enorme. A lo largo de la carretera corría un muro alto de hormigón durante varios kilómetros que delimitaba nuestro territorio. Estoy segura de que todo aquello había sido requisado a una familia de terratenientes de antes de la Revolución. El aspecto de verdadero palacete del edificio central (la escuela), jardines, huertos de frutales, oficinas donde antes supongo se emplazarían viviendas auxiliares de criados, roperos y almacenes, y todo lo que nos rodeaba, exhalaba señorío y grandeza. Lo único que sobresalía por su sobria y nueva construcción eran los pabellones dormitorio, uno para los pequeños y otro para los mayores, de dos pisos, abajo los niños y arriba las niñas. Aquello sí se notaba nuevo, pero más pobre y feo.
El comedor de la casa principal, precioso, con columnas, pinturas en el techo, bellas cerámicas en las paredes, resultaba pequeño para su cometido y algo incómodo, por eso nos servía de salón, de sala de baile, estancia para las recepciones y encuentros con las autoridades rusas y gente importante que nos venía a visitar. El comedor que yo conocí ya era de nueva construcción, amplio, con grandes ventanales, por tanto muy iluminado y soleado. A la entrada se encontraba el guardarropa dónde dejábamos los abrigos. A la derecha, la cocina con enormes fogones, muchas y grandes cacerolas y sartenes, fregaderos, armarios, mesas…. También había una puerta a un pequeño almacén que, por aquél entonces, estaba bien abastecido. Y teteras, muchas teteras, en las que nos servían el famoso té (chay). Esa bebida entró en nuestras vidas y durante muchos años nos acompañó en los momentos tristes y en los felices, en encuentros y despedidas, muchas veces mezclado con las lágrimas que se nos deslizaban por la mejilla; en los malos tiempos sin azúcar porque no la había y en los tiempos peores hasta sin las hojitas de la infusión, o sea, agua sola hervida muy caliente tomada en buena compañía. Nos temblaban las manos, el estómago y el alma. Lo tenemos tomado en las tazas normales de desayuno, en tarros de cristal, desechos de las conservas, en cuencos de barro y al final, durante los últimos años, en bonitas tacitas de porcelana.
La antigua casa señorial, el pabellón principal, era la escuela. A la entrada se encontraba el despacho de la directora, a la izquierda; enfrente, el gabinete de los profesores, a continuación, a un lado y al otro, las aulas. Después el salón, del que ya he hablado y, al final, otra estancia muy bonita rodeada de una enorme cristalera, galería de un estilo arquitectónico que entonces no apreciábamos, pero que hoy comprendo, debía ser de mucho valor.
En una esquina del salón había un piano, sólo en invierno. Allí se celebraba el baile, organizado los fines de semana, bajo los acordes interpretados por la profesora de música,. En verano ese piano era trasladado a un escenario que se levantaba junto al campo de fútbol. Era una especie de teatro estival a cielo abierto con sus filas de bancos de madera. Entonces, en vez de baile nos echaban películas y en esas sesiones pudimos ver todas las de aquellos tiempos. Trataban sobre la victoria de los bolcheviques en la Revolución, los héroes luchadores que fundaron bajo al dirección de Lenin las bases del único país de obreros y campesinos gobernados por los soviets, etc. A veces había conciertos y festivales organizados por la dirección donde actuaban el coro de la casa, la orquesta, los grupos folklóricos y algunos alumnos dotados de buena voz y aptitudes musicales.
Había un campo de fútbol que servía también para las pruebas de atletismo, balón-bolea, gimnasia, etc…, rodeado de bancos para los espectadores.
Toda la finca estaba rodeada de bosques y praderas que en invierno servían como pistas de sky y patinaje sobre hielo, sobre todo para los chicos. En verano paseábamos por aquellos parajes disfrutando de la naturaleza de Ucrania, con un clima maravilloso: ni mucho calor en verano, ni mucho frío en invierno, aunque sí con copiosas nevadas que convertían el paisaje en preciosas estampas de Navidad. Por aquel bosque y bajo los primeros rayos del sol de primavera, recogíamos las florecitas azules que brotaban aún entre la nieve y que allí se llamaban “podniesniki” (rompenieves/bajo la nieve); más adelante, los claros entre los árboles se cubrían de flores de todos los colores, una verdadera delicia para la vista que en ningún sitio más he podido apreciar. Después íbamos en busca de bayas, fresitas salvajes, arándanos, moras …Y de lo que allí disfruté, como nunca en ningún otro lugar, fue del huerto de frutales: manzanas, peras, ciruelas, grosellas (rojas y negras) que allí se comían mucho sustituyendo a la uva. En verano, en el tiempo de la recolección, nos dejaban entrar organizadamente con nuestros respectivos educadores a recoger fruta y abastecer la despensa de nuestro comedor, además de saborearla y saciarnos nosotros mismos. Yo era feliz en aquellos trances, pues siempre fui, soy y seré muy amante de la fruta.
La comida ucraniana
Al fin, después de mucho tiempo, comíamos bien y abundante; además, el cambio de alimentos con relación a los españoles era tan espectacular que nos obligaba a saborearlo todo con mayor interés y asombro. Para desayunar nos daban la papilla de sémola de trigo dulce (kasha mánnaya), huevos pasados por agua o fritos, mermelada, queso, mantequilla, té o café, pan o galletas, en fin de todo.
Para el almuerzo, recuerdo la novedad del “borsch ucraniano” que, en sí, ya es un plato muy famoso por su espectacularidad. Es de repollo y patatas con caldo de carne, pero también zanahoria, mucho tomate y, sobre todo, remolacha, que hace que el caldo sea tan rojo como la sangre misma. Al tiempo de servirlo, en el plato, te añaden una o dos cucharadas de nata ácida, blanca como la nieve. El contraste de colores, el aroma a eneldo y perejil que añaden por encima con la “smetana” (nata), le da un toque tan especial que, ni las rusas saben prepararlo como las auténticas ucranianas. El «borsch» ruso también es así, muy colorado, caldosito, aromático… y con la blancura en el centro del plato.
A primera vista, parecía que fuéramos felices disfrutando de aquel miniparaíso.
Poína Sajarovna, la Directora
La directora de la casa de niños era una acérrima bolchevique, la clásica y ciega comunista, seria, severa. Le encomendaron una tarea muy especial, le encargaron la educación de unos niños nada corrientes. Éramos los hijos de los heroicos luchadores contra el fascismo, la mayoría huérfanos; no hablábamos su idioma, ni conocíamos aquellas comidas. Estábamos tristes y preocupados por la separación y, en muchos casos, pérdida de nuestras familias. La tarea no se le presentaba nada fácil y se volcó de lleno. Se rodeó de un equipo de maestros y educadores rusos, también de su confianza, y de la del Partido. Todos eran fenomenales y preparados y por ahí Poína Sajarovna, que así se llamaba la directora, no tuvo problemas. Pero… acompañando a los niños, desde España, había llegado también, en 1937, un pequeño grupo de maestros españoles, y en 1939, a la colonia, se incorporaron otros cuantos más que llegaron cuando yo. Con estos sí que tuvo encontronazos ideológicos, políticos y de autoridad.
Los camaradas españoles se sentían muy allegados y compenetrados con nosotros; pero la autoridad del Comité Central y las órdenes de las altas jerarquías mantenían la fuerza y hacían uso de amenazas políticas para que se ocuparan exclusivamente de sus obligaciones. A nosotros no llegaban muchos detalles de lo que se “cocía”; además, lo achacábamos a que todo lo hacían por nuestro bien.
La directora también me quería mucho. Me comunicaba muchas de sus decisiones y, por mediación mía, hacía llegar a los niños programas de trabajo, planes de estudio, convocaba reuniones, comunicaba castigos por mala conducta de algunos…
Los profesores
Teníamos un profesor ruso muy viejecito, un buen catedrático del idioma, un clásico representante del alma rusa, conocedor de su literatura y su música. Serguiey Andreyevich adoraba el espíritu popular de su tierra, el arte, la educación… Ahora me doy cuenta que su procedencia tenía que ser de la alta sociedad y llego a la conclusión de que tanto la victoria de la Revolución como los cambios de régimen, debió de acatarlos un poco por la fuerza. Pues bien, este profesor me sentó en el pupitre junto a Carmen, a la que, como era su mejor alumna, encomendó enseñarme lo que ella ya sabía y ayudarme en adelante en la asimilación de las lecciones de ruso.
No me fue nada difícil y enseguida me puse al corriente, por lo que Serguiey Andreyevich nos felicitaba a las dos. Una compañera de la casa de niños que escribió un librito, describe a nuestro profesor, muy acertadamente, así: “Catedrático y miembro de la Academia de la Lengua Rusa, con su noble barba patriarcal, era fiel prototipo del viejo intelectual eslavo. El supo inculcar en sus alumnos españoles una magnífica base gramatical e idiomática que ya no olvidarían nunca”. Es cierto.
Me quería mucho porque fui buena alumna y aún seguí desarrollando su base gramatical y literaria bastante después, en mis estudios superiores. De tal manera que, aunque suene un poco a pedantería, fui de los pocos repatriados de la URSS que conocían a fondo las reglas gramaticales rusas, sobre todo su declinación y es el día de hoy, después de tantos años, que aún reconociendo el deterioro de nuestra pronunciación y el olvido del léxico, incluso muchas veces corriente, garantizo que sé formar las frases correctamente. Sigo escribiendo las cartas a los familiares en ruso y, estoy segura de no cometer muchas faltas.
También tengo que hablar de nuestro tutor: José Herraiz, el camarada Herraiz. Esta es otra persona que ejerció una influencia básica en mi educación y nuestro mutuo respeto, cariño y amistad duraron muchísimos años, hasta que él, ya anciano, murió en Madrid y su esposa Julia, también. A todos los profesores y educadores los llamábamos “camaradas”, evitando la conservadora y burguesa palabra de “señor”. Los rusos en el trabajo y en todas sus relaciones usaban el término “tovarich”, camarada; pues nosotros también.
Herraiz había sido maestro en España, luego militar en el ejército republicano y después, refugiado en la Unión Soviética, maestro en nuestra casa de niños. Maestro, educador, asesor, amigo y hasta padre de todos nosotros.
Puedo decir, con orgullo, que fui su preferida. El también era nuevo, nos conoció en aquellos primeros días de septiembre de 1939. En clase había que nombrar una “capitana”, o sea, como una responsable y organizadora del grupo. Pues como se ve que me vieron cara de ……, todos me votaron: “Nieves, Nieves…”
Cogí el mando que me otorgaba aquel poco de autoridad y ya no lo solté hasta muchos años después, cuando abandoné la colonia. Fui “capitana”, “jefa de organización de pioneros”, “jefa de los comsomoles”, y cuando la guerra, que nos pusieron régimen militar, yo también de jefa: todos los del Estado Mayor llevaban dos galones en la manga, pues Nieves, tres; pero esto fue más tarde…
Herraiz siempre me llamó: “mi capitanzucha”.
La educación en Járkov
En invierno teníamos las clases por la mañana y por la tarde preparábamos los deberes del día siguiente. Después solía haber conferencias, actividades culturales o deportivas. También teníamos “costura”, donde la camarada Esther nos enseñaba a las niñas a dar nuestras primeras puntadas.
En verano era distinto, mucho más entretenido y variado, en régimen de “campamento”. Empezábamos con la gimnasia al aire libre en el campo de fútbol. Después se hacía lo que llamábamos “la línea de pioneros”, todos formados por destacamentos, que no era, sino por clases, llevábamos a cabo el saludo matinal de los pioneros. Yo, otra vez yo, subida en la tribuna tenía que decir en ruso una fantochadita-retahila que traducida significaba: “Pioneros: en la lucha por la causa de Lenin y Stalin, ¡estad alerta!…” Y todos contestaban a coro: “¡Siempre alerta!”. A continuación se leía la tarea del día de cada destacamento y después, acompañados de nuestros respectivos educadores, a desayunar.
Venían a visitarnos y nos daban charlas héroes de la Unión Soviética, “stajanovistas”, que eran los obreros destacados y premiados por su intachable cumplimiento del trabajo, artistas…., y así nos iban inculcando las bases de la ideología socialista, los méritos del cumplimiento del deber ante la Patria. A esa edad, cuando la facilidad de percepción y la inteligencia abierta al desarrollo estaban en su punto, nos forjábamos las ideas claras de anticapitalismo, antifranquismo, antireligiosas y prosoviéticas tan profundamente, que nos quedaron grabadas para toda la vida, y así nos dejaron a todos marcados y fanáticos perdidos.
Después de cenar solían echarnos cine y los domingos teníamos baile.
Estalla la guerra
En cuanto estalló la guerra la colonia de los niños inmediatamente optó por pasarse a régimen de campamento militar, reforzó la disciplina, formamos destacamentos de defensa y, hasta por la noche, hacíamos guardia por el territorio en busca de posibles espías o terroristas. Nos empezaron a dar cursillos de preparación para la defensa, el trabajo, los primeros auxilios, el uso de las caretas anti-gas y hasta de tiro. Teníamos que estar preparados para defendernos, pero dispuestos a dar hasta la vida por la Patria, si fuese necesario.
El caso es que, sobre la base del rápido avance de las tropas alemanas por tierras ucranianas, empezaron a correr entre nosotros rumores de evacuación. No se nos decía nada oficialmente, pero se notaban preparativos en la dirección y nos enteramos de que la gran fábrica de tractores de Jarcov, donde trabajaba un buen número de españoles, estaba siendo desmantelada para ponerla en funcionamiento a muchos kilómetros en la retaguardia y sustituir la producción de tractores por tanques.
A nosotros nos hacía ilusión la aventura de conocer lugares nuevos y vivir nuevas circunstancias. Así pues no comenzaríamos el nuevo curso escolar el 1º de septiembre en nuestra escuela, como en años anteriores.
La evacuación de Járkov
Por fin, la directora nos comunicó las órdenes recibidas de los altos cargos, teníamos que abandonar la ciudad. Todos cooperamos en los preparativos de la marcha ya próxima. A últimos de agosto llegaron unas camionetas en las que cargamos ropas y alimentos y, por turnos, fuimos siendo trasladados a la estación del ferrocarril de Járcov. Tras varios transbordos, en un tren cargado de refugiados, en el que nuestro colectivo ocupaba unos cuantos vagones, llegaríamos al puerto fluvial de Sarátov, donde embarcamos en dirección a Stalingrado.
Ese viaje en tren, Jarcov-Sarátov, merece la pena de recordar porque hay ocasiones en la vida en las que el destino sí parece estar escrito.
En aquellas circunstancias, se comprende, las vías estaban saturadas de convoyes, el tránsito se hacía imposible y las paradas en vías muertas de estaciones eran interminables. No recuerdo los días o más bien semanas que tardamos en llegar, pero el viaje se hizo realmente larguísimo. Comíamos bocadillos y tomábamos té caliente. Nos aseábamos muy poco, pero cuando nos estacionaban en algún sitio desconocido y de antemano se sabía que la parada iba a ser prolongada, nos dejaban bajar, lavarnos y pasear sin alejarnos mucho del tren y por un tiempo muy limitado.
En uno de esos paseos, es curioso, ¿a que no sabéis a quién me encontré? ¡Bromas del destino! ¡Pues a mi mamá Estefanía! Resulta que ella, también como evacuada, viajaba con el colectivo de su fábrica en otro tren. En un momento, aprovechando una parada, bajó a “estirar las piernas” y se enteró de que en aquella misma estación se encontraba también un tren de niños españoles. De modo que se puso a buscarnos, pero sin saber que allí, precisamente allí, se hallaba mi casa de niños y mucho menos, claro, que entre esos niños me iba a encontrar a mí. Era la segunda vez, la primera había sido en el barco de Alicante, que teníamos la oportunidad de abrazarnos por pura casualidad. ¡Qué alegría! Acudimos a la directora a pedirle permiso para su incorporación a nuestro grupo, cosa que aceptó de inmediato, ya que además de tratarse de mi madre, ambas se conocían.
Nuestros trenes transitaban lentos, y es lógico porque tenían preferencia los que se dirigían en dirección contraria, al frente: soldados, armamento, abastecimientos, trenes sanitarios…, vacíos para allá y llenos con heridos los de vuelta; pero, por fin, llegamos a Sarátov.
Un barco nos estaba esperando en la estación fluvial y no estaba precisamente vacío. Desde Moscú venía cargado de niños españoles de una de las colonias de las afueras de la capital. Nos causó mucha alegría encontrarnos con gente desconocida, pero tan allegados y queridos para nosotros por tratarse de compatriotas. Nos dieron una manta y a dormir al suelo, en cubierta.
La situación era penosa, pero nosotros estábamos contentos, admirábamos el paisaje y nos reíamos, nos reíamos mucho. Recuerdo la gracia que nos hacía cuando por la noche alguno se levantaba a orinar y en la oscuridad, a la vuelta, no encontraba su manta ni su sitio. Sin querer, en esos paseos, nos pisábamos unos a otros y se armaba cada guirigay, a las tantas, que tenía que acudir corriendo el educador a poner un poco de orden.
Allí Carmen y yo nos echamos una nueva amiga, guapa, morena…, amiga que fue para siempre, Teodora Fuertes. Parecía gitana, pero era vasca. Y también allí conocí a una persona que había de quedar ligada a mí para toda la vida, era de las pequeñas, pero llamó mi atención el hecho de que se llamara Nieves…, Nieves Lago.
(…)
No sé al cabo de cuántos días llegamos a Stalingrado y desembarcamos todos bien organizados.
Ahí nos separamos de los compañeros de la otra colonia que iban hacia otra ciudad y nosotros viajamos en tren hasta Mijailovka y, desde allí, en camiones a Danilovka. Este era un pueblo pequeño a la orilla de un río. Nos metieron en una escuela y sus clases las adaptaron para dormitorios. A la otra orilla, cruzando por un pequeño puente, estaba la casa que nos servía de cocina y comedor. Estudiábamos distribuidos por grupos en varias “isbas”.
Allí, cuando llegó el crudo invierno, empezaron nuestras dificultades y padecimientos. Teníamos que partir la leña y encender el fuego nosotros mismos y los chicos acarrear el agua en barricas sobre carros de caballos. Pasábamos mucho frío y fue allí también donde nos alcanzó el primer hambre de la guerra, que se daba a conocer en su faceta cruel de la retaguardia.
Yo he sido toda la vida una apasionada de los desayunos y tal vez por eso, nunca se me ha olvidado lo que tomábamos allí todos los días a primera hora: una taza caliente de agua de cocer remolacha azucarera, o sea, un café dulcecito y marroncito, pero con sabor a nabos… y un trozo de pan. No estaba mal, todavía.
Recuerdo también, por ser novedad, que teníamos que hacer nuestras necesidades en la calle, en una especie de chabolitas de madera con un pozo negro. Y sí que tenían puertas, pero a fuerza de hacerlo, en invierno, con prisa y a distancia, en el suelo se iba formando una capa amarronada de hielo de orines que impedía primero allegar la puerta y después ya ni moverla. Así que las chicas, teníamos que ir siempre en grupitos por acompañarnos y taparnos unas a otras. Las distancias cada vez se hacían más cortas, sobre todo en invierno con aquellos fríos, por lo que el camino por aquél patio en dirección a la chabola se convertía en una verdadera pista de patinaje. Aquel invierno de 1941-42 fue muy difícil.
(…)
En aquél verano de 1942, los alemanes emprendieron un rápido avance por las estepas, conquistaron las tierras de los cosacos, se hicieron con el Don y enfocaron su objetivo militar hacía Stalingrado. ¡STALINGRADO!, eso ya nos caía más cerca y nos afectaría de lleno en poco tiempo.
Un día me llamó la directora y me dijo que las circunstancias iban a cambiar para nosotros. Nos encontrábamos en plena zona de guerra y teníamos que participar en la defensa de la patria cooperando con nuestro trabajo. De inmediato, un grupo de chicos, los mayores de la casa con 17-18 años, iban a ser destinados a trabajar a la fábrica de tractores de Stalingrado donde se necesitaban obreros para sustituir a los que se marchaban al frente.
(…)
El verano del 42, nosotros en la colonia también lo pasamos trabajando. Las chicas lavábamos la ropa, los chicos sacaban troncos del río para convertirlos en leña y a todos, de vez en cuando, nos llevaban a trabajar al campo en los “koljoses” donde también escaseaba la mano de obra, sólo compuesta ya por mujeres. Vivíamos algo inquietos porque las noticias del frente se nos hacían incomprensibles, pero la fe ciega en la victoria seguía firme y todo lo achacábamos a la “estrategia militar”, sin duda acertada, de Stalin.
A medida que los alemanes avanzaban hacia Stalingrado nuestra zona de residencia se iba haciendo peligrosa. Así que llegó el día en que otra vez tuvimos que recoger provisiones, ya muy escasas, y algunos enseres, y montarnos en un tren hacia la retaguardia más profunda, que resultó ser la República de Bashquiria (capital Ufá), al sur de los Urales.
Nos llevaron a un pueblo pequeño llamado Meleus.
Cortometraje sobre Járkov
Documento con imágenes históricas y recientes de la Casa de Járkov.
Audio y subtítulos en ruso.
Evacuación de la Casa de Járkov
- En tren a Sarátov
- Desde Sarátov, por el Volga, a Stalingrado.
- De Stalingrado a Mijáilovka en tren.
- De Mijáilovka a Danílovka en camiones.
- Después de un tiempo, el colectivo de Járkov es evacuado a Meleuz, en Bashkiria.