El sitio de Leningrado, de Michael Jones

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Gonzalo Barrena. La obra “El sitio de Leningrado” del historiador inglés Michael P. Jones, se lee con facilidad. Su autor, experto en la 2ª Guerra Mundial, detalla con sinceridad los hechos y percepciones de los supervivientes del cerco, y trae a colación de su prosa sencilla muchos datos y perspectivas colaterales del sitio. Merece la pena su lectura porque proporciona información valiosa y veraz.

En la obra no aparece mención alguna a los niños o jóvenes españoles, atrapados junto con el resto de la población en el sitio que soportó estoicamente la ciudad, pero como el marco fue el mismo para todos, esta obra es un buen modo de aproximarse al episodio durante el que perdió la vida casi un tercio de los habitantes de la ciudad. Todavía hoy, la cifra continúa a merced de enfoques y evaluaciones condicionadas por la orientación política o personal del “relator”.

“Historiar”, en griego, significa “contar cuentos”, y la ciencia que lleva ese nombre nunca se ha podido sacudir de encima la deuda que el mandarín ha contraído con el poder. Todo cuanto se lea sobre la etapa soviética de Rusia, y más si se refiere a tiempos de guerra, ha de someterse a depuración crítica. En un extremo, aparecen las versiones “de partido”, lastradas por un aparato empeñado en que la realidad salte, como un perrito amaestrado, por los aros del dogma. En el otro extremo, la obsesión anticomunista no perdona un balón ni un acto honrado del paradigma rojo. De ahí que sea cada uno, como lector, quien haya de elegir el punto justo de la campana, que nunca está en la media.

No obstante, la obra de Michael P. Jones es de recibo. Y lo es porque los hechos que describe, más allá de cierta alegría que se toma con las cifras, son verosímiles y están honestamente documentados. Ahora bien, cuando aparece el intérprete -algo a lo que se tiene derecho y obligación- se nota que poseía desde el inicio de la investigación esa certeza “de acero y telón” por la que ningún soviet merece salvarse de la quema.

También sorprende la devoción militar por la estrategia de la Wehrmacht, reconocible en muchos cronistas del periodo a quienes provoca admiración la capacidad de ejércitos y mandos para arrollar al adversario. La atención detallada que el historiador presta a las imbecilidades (de consecuencias trágicas para la población) del “aparato” local, se despacha con menos lucidez sobre el lado alemán, elevando la responsabilidad genocida a las máximas autoridades de la aberración nazi, y salvaguardando la ética de general para abajo.

Acierta el escritor cuando sitúa la heroicidad en la resiliencia del pueblo; y escamotea, quizá, el mérito que también le cupo al Ejército Rojo en la defensa de la ciudad. Así y todo, si los testimonios personales suelen quedar aparcados con el paso de los “tanques” históricos, eso no le ocurre a esta obra, que rinde merecido homenaje a las vidas y a las muertes que han quedado a cada lado del Neva, el río que separó la ciudad de tan cruel acoso.

La atención -merecida- a esos detalles e historias de vida, ocupan el grueso de la narración, pero se distrae el autor de su obligación con la perspectiva global: los 900 días de sitio experimentan una tragedia concentrada en el primer invierno. La dureza de esa parte del periodo aparece suficientemente acreditada. Pero el aliento vital que la ciudad recibe desde el este helado de la ciudad, a través del Ladoga helado, no está bien documentada. Las razones de una prolongación tan desmedida del asedio, tampoco. Sobre la intervención -alienígena- de la división española de inspiración fascista, hay una referencia fugaz. Con uno y con otro, la obra vale la pena.

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El libro, ya agotado, ha sido localizado por el servicio de compras de la Librería “Cervantes” de Oviedo, desde donde ha sido remitido por correo postal a mi domicilio, con una mínima repercusión sobre el precio. Un buen servicio.

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Publicado el

22 noviembre, 2020